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Las primeras semanas tras la muerte de Fran fueron las más duras. Me despertaba con los ojos llenos de lágrimas y envuelto aún por la angustia de las pesadillas. En ellas, su recuerdo solía visitarme con una intensidad que creía no poder soportar. Aparecía envuelto de luz, regalándome su sonrisa. Y después, sin motivo, se alejaba para siempre en silencio. Era en esos momentos cuando más me preguntaba sobre el sinsentido de que mi vida continuara un día tras otro, si irremediablemente no iba a sentir el abrazo de mi hijo nunca más.
Algunos amigos se me acercaban, movidos por su vocación de consuelo, cargados de buenas intenciones y de frases huecas. Debes seguir viviendo, afirmaban, y apelaban a mi ánimo y a mi cordura. Tienes que volver a ser el de antes, recomponerte… Pero yo seguía roto por dentro, convencido de que no existía ninguna razón para hacerlo, que no podía volver a ser el de antes porque ese yo había muerto aquel día con Fran. El duelo me transformaba y me enemistaba con la vida. Y yo quería ese dolor para siempre porque estaba convencido que, de otra manera, traicionaba su memoria y todo lo que de él quedaba en mí; porque me sentía culpable y renegaba de cualquier posibilidad de volver a ser algún día resignadamente feliz.
Con Laura no era distinto. Buscábamos la distancia por no hacernos más daño, por no enfrentar en cada sollozo del otro nuestro propio dolor. Omitíamos su nombre y su recuerdo porque creíamos que hablar de él y apoyarnos cada uno en el otro nos haría sentir aún más vulnerables. Y de ese modo nos prohibimos las caricias y los abrazos que tanto necesitábamos.
Tres meses después de la muerte de Fran, Laura rompió de un modo brutal esa ausencia de roce que nos habíamos impuesto. Tomó mi mano y la acercó a su vientre. Ella me miraba con desesperada ternura y con ese dolor infinito quemándole más que nunca. Caí de rodillas y, sin hablarnos, lloramos amargamente.
Fue en ese estremecedor cúmulo de añoranzas, tristeza, dudas y nuevas esperanzas, cuando sentí por encima de todo un repentino y angustiado temor. Un miedo atroz a depositar todo el amor de nuestra alma dolorida en la fragilidad de una nueva vida.
Carmelo, es una historia que estremece. Ya la primera vez que la leí me pareció tan intensa que pensé que podía haber sido una experiencia real. Con solo imaginarlo, un suceso así, escuece como si fuese propio. Toda la primera parte es estupenda. Es un gran relato.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias, Mar. El objetivo es que el lector se olvide de que la ficción lo es, y que traduzca unos caracteres en blanco y negro en sentimientos que le sean cercanos. Todo un milagro.
EliminarEstaba echando un vistazo al blog de Mariló y me topé con tu título, en principio no recordaba de qué iba, en cuanto leí las primeras líneas me vino a la memoria. Qué fácil parece cuando las cuentas tú expresar emociones. Mi reverencia al maestro.
ResponderEliminarCasi dos años después contesto tu comentario (bueno, la Administración tarda más en contestar, y la Justicia ni te cuento)
ResponderEliminarGracias por tus palabras siempre generosas. Espero que sigas en la buena linea en la que te encontre
Casi dos años después contesto tu comentario (bueno, la Administración tarda más en contestar, y la Justicia ni te cuento)
ResponderEliminarGracias por tus palabras siempre generosas. Espero que sigas en la buena linea en la que te encontre