Etiquetas

lunes, 4 de agosto de 2014

Emma


Cuando el último y empecinado lector salía de la biblioteca, Emma se levantaba de su asiento tras el mostrador y, en un ritual monótono y ceremonioso, caminaba hasta la puerta principal, corría el pestillo y colocaba el cartel de Cerrado. Luego recorría la sala, bañada ahora de una silenciosa media luz, y colocaba en los estantes, uno a uno, los ejemplares
que durante el día dejaban en las mesas los socios.

Había hecho ese recorrido final día a día, durante un tiempo al que ya le perdió la cuenta. Así que, cuando esa tarde encontró en su escritorio aquel sobre, blanco, inmaculado y con su nombre trabajado a pluma en el anverso, pensó que aquello no podía estar ocurriéndole a ella. Del interior extrajo una nota que rezaba así:
“Las otras existencias, por monótonas que fueran, tenían al menos la oportunidad de un acontecimiento. Una aventura ocasionaba a veces peripecias hasta el infinito y cambiaba el decorado.”
¿Qué significaba aquello? ¿Debía considerar el hecho de que alguien había advertido el mar tranquilo en el que nadaba y se permitía juzgarlo a la baja, sin siquiera entenderlo? ¿O era más bien una invitación lasciva de uno de esos depravados que solían incluir en sus préstamos más de una lectura de dudosa moral? El caso es que el redactado de la frase no parecía una mera invitación, sino algo mucho más elaborado…

Cuando volvió a mirar su nombre en el sobre y la caligrafía acaracolada con la que se había estampado, lo vio al fin claramente. No se trataba de un mensaje, al menos no en el sentido estricto. Tenía que ser una alusión literaria. Y el nombre allí escrito, no era el suyo, aun siendo el mismo, sino el de un personaje que en algún perdido párrafo hubiera hecho esa reflexión. El dueño del anónimo conocía sin duda sus gustos: Ella sentía devoción por esa otra Emma, rebelde y romántica que inspiraba sus sueños más secretos: Emma Rouault, madame Bovary.

Fue hasta el rincón semioscuro al que en más de una ocasión devolviera aquel tratado de feminidad libre que veneraba, y lo extrajo con cuidado. No tuvo que buscar el pasaje. Alguien había colocado un brote de rosa blanca entre sus páginas, provocando la apertura por la cita que mencionaba el sobre.

Emma notó cómo mudaban sus mejillas en un inexplicable sonrojo y cómo su piel se volvía más y más vulnerable. Le pareció que la penumbra se inundaba de luz y el silencio se llenaba de susurros y frases tiernas.

Sabía quién la había puesto ahí. Receló desde el principio de los guiños sonrientes que le regalaba aquel hombre extravagante que de tanto en tanto aparecía en su mesa a devolver libros. Leía a Stendhal y a Tomasi de Lampedusa; repetía obras de Chéjov y devolvía sin terminar los enredos de Joyce. Lucía un inusual sombrero panamá de paja toquilla, a cuya ala llevaba la mano derecha para despedirse, y una exótica pipa de brezo sin carga de tabaco.

Ella le devolvía la sonrisa, es cierto, pero en un código vacío de seducción. Lo hacía más por lo sobreactuado de su atuendo que por lo galante del gesto, aunque ahora se descubría analizándolo con mejores criterios.

Aquella noche alternó sueños de fugas y quimeras en países lejanos, con despertares inquietos y sobresaltados. Se hizo promesas de cambio y luego  llamadas a la sensatez. Al final, pensó que de un modo u otro le haría bien releer a Flaubert y con ese afán se dirigió a su trabajo, bastante tiempo antes de lo que era necesario.

Y allá, en su mesa, de nuevo una carta. El mismo “Emma” grabado en el sobre y una nueva cita en su interior:
“No sé hacer discursos. Si te amara menos, podría ser capaz de hablar más de eso. Pero sabes cómo soy. No escucharás de mí más que la verdad”
¿Cómo podía él saber que la discreta bibliotecaria idolatraba a Jane Austen? ¿Cómo adivinar que había releído, hasta hacerlo más suyo que de la propia autora, ese párrafo en el que el galán se declara a Emma Woodhouse? ¿Cómo imaginar un alma tan atenta a lo que sentía la suya?

Y de repente, en medio de ese momento dulce, ocurrió. No supo bien a qué vino aquella infinita tristeza y aquel desasosiego interior que se tragó de golpe toda su ilusión. Sintió un inmenso dolor en todo su cuerpo y una amarga rencura hacia los lectores anónimos que desfilarían dentro de un rato, y un día tras otro frente a ella sin verla. Secó una lágrima que amenazaba con emborronar el tercer sobre y escribió en él las mismas cuatro letras, “Emma”, que ella misma había escrito en los dos anteriores. Después, colocó en su interior una elocuente cita de Emma Goldman:
“Antes de que podamos perdonarnos unos a otros, tendremos quizá que entendernos”

4 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Más que precioso: ¡demoledor! en lo sublime de esa belleza antropófaga. La soledad solitaria.
      Gracias por emocionarme.

      Eliminar
    2. Gracias, Juan. La invisibilidad es uno de los hechos sociales que peor llevamos, aunque a veces eso no enriquezca por dentro.

      Eliminar
    3. Y gracias también a ti, Mar, siempre generosa con mis relatos

      Eliminar