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miércoles, 20 de agosto de 2014

El cielo de Kepler


La pertinaz lluvia ácida cayó durante varios ciclos sobre el exoplaneta Kepler 52, produciendo una neblina espesa y terriblemente pegadiza. Ni uno solo de los áridos cráteres en las despobladas llanuras se había librado del manto negruzco que depositaba el húmedo y obstinado meteoro. Y hasta las corrientes de agua oxigenada de los cañones rocosos, atacadas de amoniaco y ácido nítrico, habían adquirido con el transcurrir de los días un preocupante tono gris oscuro.

Tampoco las construcciones en los terrenos colonizados estaban libres del ponzoñoso líquido y de sus emanaciones de vapor denso e insalubre. Por esa razón andaban los obreros visitantes haciendo uso intensivo de las duchas esterilizadoras para aclarar sus trajes espaciales de GoreTex —que perdían en cada expedición su deslumbrante blanco nuclear— y sus cascos de espejo que, con la que estaba cayendo, no les permitían ver más allá de sus narices.

Por su parte, los cabezones autóctonos —afásicos, macrocéfalos, tritrómpidos y de patas cortas—, se las apañaban como podían con los acampanados paraguas negros, coronados de logotipos amarillos, que la Intergaláctica de Hidrocarburos había regalado generosamente a toda la población nativa, el mismo día de su llegada al planeta.

 El cabezudo que lucía al cuello la placa 4238-XL, regalo también del último censo de los visitantes, sintió el chapoteo de sus pies en la mugre encharcada del camino de vuelta a la reserva, que bordeaba las instalaciones. Justo en ese punto y sin un motivo aparente, se paró, retiró el paraguas y miró al cielo nebuloso, como reclamando un pronto fin a semejante aguacero. Después, se frotó los ojos irritados de salitre, se arrancó la placa y la lanzó lo más lejos que pudo. Cerró el paraguas y, asiéndolo por la tela, empezó a golpear con el mango de metal en el suelo enfangado, mientras salía del camino y se enfilaba hacia las colonias de los visitantes.

 De algún camino cercano salieron dos, cinco, nueve nativos con el paraguas cerrado que golpeaban al unísono en el terreno como un ritual, como una danza de guerra tribal y al fin liberadora, y se unían con otros en su marcha hacia las alambradas de las zonas naranja. Eran cientos de ellos, con el color de la lluvia negra en su piel, acartonada por la ausencia del sol de Kepler durante el largo periodo de cielos amenazantes. Salían de todas partes, a miles, con la rabia desbordaba y embravecidos en la muchedumbre, golpeando el suelo y avanzando hacia las colonias.

 —Los nativos no pueden entrar en las zonas naranja —bramaba la voz metálica de la megafonía—. Despejen las zonas naranja.

 Pero las alambradas, enfermas de corrosión, se deshacían al paso del ejercito arrollador de hijos legítimos del planeta. Los visitantes salían de las duchas esterilizadoras, espantados por los golpes del batallón de keplerianos. Dejaban su puesto en la refinería y en los generadores nucleares, y corrían hacia las naves, más allá de las crestas de Ganímedes, sin orden ni jerarquías. Los nativos aceleraban su paso, todos lanzados hacia delante, aumentando la cadencia de sus golpes hasta entrar en los centros de control. Arremetían contra los carteles de la Intergaláctica, sus construcciones y todo rastro de civilización visitante…

 El cielo se abrió algunos ciclos más tarde, volviendo a mostrar la luz perpetua en la cara diurna de Kepler 52. Para entonces, las naves fulgurantes de aleación alumínica, cargadas de progreso, habían desaparecido de las órbitas de Perseo y aparecerían, algunas horas luz más tarde, al otro lado de la barrera de asteroides de Orión.

2 comentarios:

  1. Bien la escena, la ambientación y el comienzo de rebelión que nos lleva a una historia de acción galáctica.

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    1. Fue de los trabajos que menos gustó. Incluso pensé que era el peor que había escrito. Pero le hice algún retoque y al cabo del tiempo no me parece tan malo. Me alegro de que a ti también te guste.

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