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lunes, 25 de agosto de 2014

La vida después de Fran

No voy a engañarme pensando que todo irá bien. ¡Ni hablar! Nada va bien y nada va a cambiar ahora porque sí. Por mucho que Laura esté feliz de nuevo. A veces sonríe, mírala, ahora está sonriendo sola. Si ve que la miro dejará de hacerlo ¿Qué hora debe ser? Toda la maldita tarde lloviendo, vaya semana. Deben de ser ya las seis, o más tarde... Yo empezaba a asumirlo, creo que ya no lo tenía tan a flor de piel y solo me hacía daño cuando algo me lo recordaba. ¡Dios, otra vez no!

miércoles, 20 de agosto de 2014

El cielo de Kepler


La pertinaz lluvia ácida cayó durante varios ciclos sobre el exoplaneta Kepler 52, produciendo una neblina espesa y terriblemente pegadiza. Ni uno solo de los áridos cráteres en las despobladas llanuras se había librado del manto negruzco que depositaba el húmedo y obstinado meteoro. Y hasta las corrientes de agua oxigenada de los cañones rocosos, atacadas de amoniaco y ácido nítrico, habían adquirido con el transcurrir de los días un preocupante tono gris oscuro.

viernes, 8 de agosto de 2014

Graciela y los gallos


Cuando dentro de unos días dejen pasar a la prensa más oficialista, los reporteros describirán cada rincón muerto de la gallera. Citarán las jaulas vacías, los cristales rotos de las ventanas, las sillas caídas por el suelo, la lluvia calando el techado y formando charcos en el ruedo de arena. Tomarán fotos de las paredes acribilladas del chamizo y compondrán para el pueblo historias épicas sobre los héroes muertos.

jueves, 7 de agosto de 2014

Corintios, 13


Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no me sirve para nada. Que así lo hizo el Eleuterio y así le fue, rico como era y desvivido por sus hijos, y generoso ante el cepillo cuando se pasaba cada domingo en misa, y hay que ver el mal pago que tuvo ese buen samaritano, que a la que le vino la

miércoles, 6 de agosto de 2014

El Café Trinidad



Todavía me parece oír su voz, cálida y entrañable, cada vez que vuelven a mi memoria imágenes tiernas de aquellos años. Son leves fragmentos de pasado que toman forma en un retrato de Elena descubierto entre viejos apuntes de la universidad; o en la dedicatoria manuscrita que me rubricó en su reverso, y que ya casi tenía yo olvidada. Vienen a verme estos recuerdos, agazapados en instantáneas de tiempo detenido. Como esos momentos irrepetibles que compartíamos en las tertulias del Café Trinidad y que de modo tan certero solía captar Ricardo con su réflex. “Mirad aquí”, decía. “Al otro lado de la cámara estáis vosotros dentro de treinta años”. Ricardo espolvoreaba de magia los instantes más anónimos, más aparentemente cotidianos, y nos hacía observarlos a través de un delicado matiz sepia; tan efectivo era, que acabábamos percibiendo esos momentos como trascendentes, insustituibles y envueltos en auras de posteridad. Elena aparece en estas fotos siempre sonriendo, y yo escapando a la cámara o haciendo algún gesto de reprobación a Ricardo. Yo odiaba ver mi imagen de adolescente en prórroga, de hombre inacabado, fielmente reflejada en el papel; especialmente cuando aparecía junto a ella, tan adorable y de tan perfectas hechuras. Ricardo bromeaba con esos detalles cuando nos entregaba una copia, pero reservaba solo para mí algunas otras en las que me sorprendía mirándola con ojos delatores. Él no las comentaba, ni me hacía el menor reproche. Intuía que lo que yo sentía por ella iba bastante más allá de la pura anécdota, y así era. Yo la amaba con toda la pasión irrefrenable que nos mueve cuando somos jóvenes, y con el mismo resignado silencio con el que callaba mi convicción de que ella amaba a Ricardo.

Me llamó él hace unos días para acordar la cita de esta tarde: En el Café Trinidad. A las seis, como siempre, dijo. Como si el tiempo fuera nada y continuásemos siendo los jóvenes de entonces. Ella tampoco faltará a la cita y estará deslumbrante, sonriéndome desde nuestra mesa cuando yo entre. Habrá llegado antes Ricardo dispuesto a plasmar en imágenes, para futuras evocaciones, mi entrada al reencuentro. Y yo querré, como siempre, eludir la cámara para que no descubran las dudas de mi rostro, cuando consiga por fin dejar de recordar, y cruce esta puerta que ya casi no reconozco.

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El Café Trinidad ocupa el chaflán donde confluyen las calles de la División Azul y de Primo de Rivera. En otro tiempo, el salón se hacía llamar La Paloma, pero los clientes acabaron por rebautizarlo en Trinidad: los dueños habían hecho estampar en los cristales laterales sendas palomas gemelas con las alas extendidas que  recordaban sin quererlo al tercer elemento del misterio cristiano. Es por ahí por donde recibe el local la luz que lo hace tan vital y la supuesta inspiración divina que ofrecen en tono irreverente sus propietarios a quien necesite de ella. Las mesas, de tablero de mármol y patas de forja al estilo de los bistró de París, congregan a una clientela abundante, bulliciosa y de variado corte: artistas revolucionarios, literatos de tertulia, militantes políticos clandestinos, y universitarios repetidores que se intercambian apuntes y libros de referencia.

Ricardo está sentado ahora frente a él en una de las mesas del fondo. Un camarero de poblado bigote y delantal blanco acaba de servirles un par de cafés y se vuelve a la barra. Ellos retoman entonces la conversación que interrumpieron cuando les trajo el pedido.

—Pero entonces, ¿no te ha dicho nada más?
—Solo eso. Que la perdonaras.
—Pero, Ricardo, tú lo sabes. Hoy… hoy era un día especial para los tres. Teníamos que celebrar el fin de los estudios. Ya somos licenciados. Íbamos…íbamos a hacer planes.
—Lo sé…

Ricardo ha decidido mostrarse inescrutable y zanjar el asunto por más que el otro se esfuerce en buscar una explicación. La verdad no siempre es el mejor regalo a los amigos. Y por eso no le contará que, poco antes, Elena se echó en sus brazos y que él tuvo que rechazarla. Que lloró al ver a su amiga también hacerlo y que ella juró desaparecer de su vida aunque él le suplicó que no lo hiciera. No va a contarle, porque no puede ni sabe, que no es a la mujer, sino a él, a quien mira más allá de su amistad y su cordura. Y que por eso deberá irse también en cualquier tren de la mañana.

Treinta años después, nieva en la misma puerta del Trinidad. En su interior, Elena evoca en silencio otros tiempos con Ricardo, mientras él manipula ilusionado una antigua réflex.

martes, 5 de agosto de 2014

El sueño de Baroja



Yo, hasta hace un rato, todavía flipaba en colores.

Mira que he llegado a ver movidas chungas en mi vida, pero el marrón que nos ha caído encima esta mañana ha sido lo más fuerte de todo el curso. Alucinante no, lo siguiente. El tema ha empezado al llegar hoy al insti. Voy a saludar a la peña y me los encuentro sacándole los colores al Baroja. El puto Baroja, menudo primo. ¿Por qué tiene que traer siempre el colega esa

lunes, 4 de agosto de 2014

Emma


Cuando el último y empecinado lector salía de la biblioteca, Emma se levantaba de su asiento tras el mostrador y, en un ritual monótono y ceremonioso, caminaba hasta la puerta principal, corría el pestillo y colocaba el cartel de Cerrado. Luego recorría la sala, bañada ahora de una silenciosa media luz, y colocaba en los estantes, uno a uno, los ejemplares

sábado, 2 de agosto de 2014

La institutriz


El día que Sara Éverton se presentó por primera vez en la suntuosa mansión Rochester, se debieron confabular en su contra todos los dioses sajones que seguramente mueven los hilos allá por el condado de Norfolk, para hacer que aquel fuera, no cabía duda, el día más vergonzante de su impecable trayectoria de institutriz: El estirado cochero que la llevó hasta la

viernes, 1 de agosto de 2014

Desde los cinco sentidos


En tardes lánguidas como aquella, Mario gustaba de contemplar, a través de la ventana de su cuarto, el patio interior que los dueños de la casa mantenían con especial esmero. Tenía el lugar dos niveles que rivalizaban en irresistible encanto, pero que se fundían luego en un armónico conglomerado de colores, texturas y aromas. Desde el piso superior, el inquilino podía deleitarse con las paredes encaladas de los laterales, inundadas de geranios, rojos, rosas y blancos, la arcilla

miércoles, 1 de enero de 2014

Comienza el viaje


Uno nunca sabe bien por qué escribe. Bueno, entendámonos, algunos sí lo saben con toda rotundidad: escriben para publicar. Y quieren publicar para trascender, para que su legado sea merecidamente reconocido en vida y venerado después de muertos. Una pretensión esta de lo más respetable, solo faltaría, pero a mí la verdad es que eso no me llama demasiado.

Yo, eso sí, cuando tengo en la cabeza una historia -a veces solo un personaje, un final, una frase...- siento una necesidad inaplazable de pasarla al papel, de darle forma y sentido de un modo u otro, para deshacerme de ella para siempre. Después de dar ese paso ya no soy el mismo, de eso sí que estoy seguro, aunque reconozco que se trata de un cambio casi imperceptible, un leve avance en un largo camino que no sé muy bien a donde, ni por donde me lleva.

Esta ruta de la que a partir de ahora dejaré cumplida constancia en este blog, no es el épico "viaje del héroe" del que hablaba Campbell, sino la decisión seguramente poco meditada de quien se embarca, sin sextante y con poca brújula, allá a donde el mar le lleve. Un viaje de buenas intenciones, pero de resultados más bien inciertos: el viaje iniciático de un caminante a todas luces temerario.