Desde que la conocí, mi economía no había dejado de empeorar. Todo era debido, lo que son las cosas, a mi ascendente Acuario y la influencia negativa que recibía de los astros cuando estaban cruzados. Pero yo estaba tranquilo porque ella se ocupaba de todo y porque solía explicármelo con palabras tan dulces que nunca me importó demasiado aquella mala pata planetaria.
—¿Y en el amor, ¿cómo me irá?
—¿En el amor? ¡So-ber-bio!— silabeaba, con ese acento caribeño que era auténtica música.
Y cuando yo echaba mano a la cartera para abonarle los honorarios, sus ojos alegres resplandecían y me regalaban una magia inexplicable. El maldito Saturno podía amargarme el bolsillo, pero la voz de aquella diosa seductora conseguía elevarme muy por encima de cualquier tipo de confabulación cósmica.