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sábado, 30 de agosto de 2014

La chabola


De entre todos los grandes momentos que he disfrutado a conciencia en esta vida, recuerdo con especial entusiasmo las vacaciones que pasé en la chabola que mi primo Cristino —qué gran tipo mi primo— se había construido en un paraje olvidado de una pedanía de Ayamonte.

Contaban que Cristino había llegado al pueblo con una mano atrás y otra delante, luciendo en la oreja izquierda su peculiar pendiente de aro al estilo pirata, y unos brazos fuertes y tatuados de hombro a muñeca con amores de madre, dragones multicolores, símbolos zen y toros de Osborne.
Y que a pesar de ello, cuando llevaba solo un par de semanas durmiendo al raso, ya tenía rendida a sus pies a media parroquia, con su desparpajo y su particular forma de ver la vida. Tal fue la complicidad que despertó en los campesinos, que estos le ofrecían sus aperos para que se trabajara un huerto allá donde le rotara; o le proporcionaban maderas y tejas, les sobraran o no, para que se apañara al menos un cobertizo antes de que llegaran las lluvias. Y él, que era licencioso y tarambana como pocos, pero agradecido y terco como el que más, se empeñó en hacerlo y en decirles que no iba a construirse una casa, sino a crearse un auténtico y definitivo hogar.

Lo hizo, vaya si lo hizo, sin dejarse ayudar por nadie, con las mismas manos que habían sembrado cañamones de maría por medio Huelva. Y el primer verano que pasó en la chabola tuvo el antojo de enseñármela, orgulloso como estaba de su construcción. Yo, por supuesto, acudí a la invitación de mi primo sin pensármelo dos veces, porque había aprendido que unos días con este hombre proporcionaban más experiencias vitales de las que yo podría atesorar en toda una existencia anodina.

Durante el tiempo que duró mi estancia allí, mantuvimos la puerta de la chabola indefectiblemente abierta. Y eso no solo como gesto hospitalario —“SI VENIS PASAR Y SENTARSE”, rezaba un cartel en la fachada de tochana y adobe— sino también como instinto básico de supervivencia porque, de no hacerlo, habríamos sucumbido al calor asfixiante y al olor de la humedad que rezumaba por las paredes y destrozaba la pituitaria más sufrida.

Pero quien no le hacía ascos al ambiente de la estancia era Trujillo… Bueno, no he contado que mi primo había adoptado como mascota un cocodrilo del Amazonas que le compró a un gitano por cuatro duros, cuando el animal no hacía más de un palmo. “No te crecerá, payo —le perjuró entonces el calé—. Se quedan asín de chicos para siempre. Y es manso como una vaca”. Trujillo, el cocodrilo, era desde luego una bellísima persona que no decía ni esta boca es mía. Pero había crecido en cuestión de unos meses de un modo espectacular —y a fin de cuentas previsible— hasta ocupar más de la mitad de la cama de matrimonio que compartía con Cristino. El caso es que el animal debía tener algún tipo de obstrucción en las fosas nasales, de manera que dormía con la boca semiabierta y roncando como un maldito. Así que, aunque mi primo me había alojado amablemente en otra sala inhóspita de la chabola —“Aquí vas a estar de muerte, colega”, decía—, que quedaba detrás de un muro de obra pintado de verde oliva, rara vez podía uno conciliar el sueño nocturno o la siesta reparadora en esas insufribles condiciones. Yo le hubiera leído la cartilla al bicho, pero él lo quería como a un hijo y reñir a su mascota hubiera sido peor que robarle la cartera. A veces probaba yo aquello de hacer chasquidos con la boca, pero Cristino me advertía:

—Déjalo, primo. Con eso se despierta y para de roncar un rato, pero a la segunda se desvela del todo y se pone de tan mala leche que te hace correr hasta el retrete y encerrarte allí a esperar que se le pase el cabreo— .Tampoco he hablado del retrete, pero es que tendrían que torturarme antes de que me decidiera a abordar ese tema escabroso de forma voluntaria.

Así que a falta de otras expectativas solía yo coger el colchón de espuma y salir de la chabola para tirarme al abrigo de cualquier eucalipto misericordioso. Y fue en una noche de esas en las que salí al relente huyendo de la incesante balada nasal que interpretaba Trujillo, cuando encontré a mi primo, también insomne, a unos cuantos metros de la chabola. Estaba desnudo de pies a cabeza, luciendo a la intemperie únicamente su slip de licra, y tenía la mirada fija en el suelo como aquel que ha perdido una lentilla. De tanto en tanto se volvía hacia el cielo y le enviaba aros de humo que exhalaba de uno de esos canutos larguiruchos que tanto le inspiraban. Iba a preguntarle si él también padecía de insomnio sobrevenido, pero dudé en acercarme —tan concentrado le vi— y en vez de eso me detuve a observarlo. De vez en cuando apartaba el humo con la mano que tenía libre y se adelantaba unos pasos hacia el bosque de pinos. Luego se detenía en seco, giraba hacia un lado y volvía a avanzar a zancadas en esa dirección, como marcando el paso. En una de esas, reparó en mí y con un par de gestos me dio a entender que me acercara, no fuéramos a interrumpir los sueños, seguramente húmedos, de la única criatura que era capaz de dormir como un bendito en aquella caseta.

—De lujo, colega. La voy a plantar justo aquí — me dijo.

Yo, claro, supuse que se refería a esa hierba dentada que ni se comen los conejos ni se echa en la ensalada, pero él iba por otro camino. Seguro que debió notar en mi cara de bobo que yo no acababa de entender dónde estaba la novedad del anuncio, porque terminó explicándose con más acierto:

—Sí, tío: el lecho para una piscina.
—Ah…Hombre, pues a falta de ducha, no te digo que no.
—No, a ver si me comprendes: es por Trujillo. El animalico tiene que echar mucho de menos sus orígenes. Además, con esta calor…
—Pues como tú lo veas… Oye, ¿y llevarlo a las marismas?
—Sí…ya fuimos un día. Pero me sabe mal porque asusta a los patos.

Cristino me sorprendía a menudo con esa determinación repentina que le hacía planear grandes proyectos para las pequeñas cosas y donde los detalles eran lo más importante. No estaba en este mundo, eso también es histórico, pero dejaba a la altura del betún a más de un filósofo de salón acartonado a los que yo, en mis tiempos de estudiante ingenuo, había venerado.

Y justo en ese momento, en mitad de la noche ya desvelada, apareció la mascota de mi amigo. Torpón y pesado en sus andares, moviendo a un lado y otro la inacabable cola, se presentó ante nosotros sin pronunciar palabra y quedose mirando fijamente a mi primo. Que me aspen si el animal no dejó caer allí mismo dos lagrimones como gotas de aguacero. Ya me había dicho él que Trujillo tenía un oído especialmente fino, pero no podía imaginarme que nos hubiera oído desde la distancia que nos separaba de la chabola. Sus ojos saltones, enormes como cocos de feria, le miraban con una ternura que estremecía el alma del más indolente. Llegó, le miró y tal como había aparecido se dio media vuelta y volvió a encamarse, regalándonos a los pocos segundos un nuevo nocturno subido de octavas.

—¿Pero tú has visto? Se te ha emocionado como un niño.
—Ya te digo, es más majo… —dijo. Y luego se desdecía como queriendo quitar importancia a aquel suceso para mí inaudito—. Pero tampoco le rías todas las gracias, que es un zalamero acabado y seguro que eso no son más que lágrimas de cocodrilo para que le ponga un par de palmeras a cada lado de la balsa. A veces no sabes por dónde pillarlo: un día me compré un suéter de esos que llevan bordado un cocodrilo verde en el pecho, solo por hacerle un homenaje, ¿sabes? Y no quieras saber tú el sofoco que le dio. Estuvo sin hablarme casi un par de semanas.
—Lo mismo tenía celos.
—Vete a saber. Lo que yo te digo: tan pronto estarías abrazándolo todo el día, como de repente quisieras hacerte unos zapatos con él.
—Hala, no seas animal.
—Hombre, primo, es un hablar…Si me tiene ganao…—confesaba al fin.

Conversaciones como aquella me vienen a menudo a la memoria. Y me iluminan con una lucidez absoluta cuando la vida me pone en el brete de determinar cuáles son las cosas que de verdad importan y aquellas otras por las que no merece la pena ni despeinarse.

10 comentarios:

  1. Cómo se nota el buen escribir del maestro Carmelo.
    .
    Un abrazote

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    1. Gracias Mati. La verdad es que me divertí mucho creando esta escena surrealista. Son unos personajes que quizá aproveche en un relato más extenso.
      Es el último boceto de los que he recopilado del antiguo foro. Yo también he reconocido alguno de los tuyos.

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  2. ¡Que divertido, es genial!
    ¡Felicidades!

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  3. Menudo giro hace la historia a partir de 5 quinto párrafo... En dos palabras In-esperado!!!!!
    Genial, fantástico y muy divertido.
    Menudo tipo tu primo Cristino....

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    1. Jaja. Ya sabes: Quien tiene un primo tiene un tesoro.

      Encantado de verte por aquí.

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  4. Historia conmovedora, pacifista al máximo y con el transfondo de lealtad y sensibilidad exquisita.
    Un gusto conocerte.

    Besos muchos y fuertes

    tRamos

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    1. Gracias, Tramos.

      Te invitó a dar una vuelta por mi blog. Espero que descubras cosas interesantes.

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  5. Al leer este relato nos dejaste a todos con ganas de más. Estupendo que decidas continuarlo porque los personajes son geniales y la forma de contar es insuperable.
    Un abrazo.

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